La ventana

Hacía una semana que nuestra rutina se había reducido a habitar el dormitorio que miraba para la calle. El médico me explicó la necesidad del sol en esta etapa, algo de las vitaminas me dijo. Yo ya no entiendo mucho, y en ese momento no pude comprender qué me quería decir. Solo la sacaba al sol, pero su condición no mejoraba.

Primero fueron pasos mal dados, y el miedo de no tener fuerzas para evitar que se cayera por el balcón. Después, su andar fue cada vez más intermitente, hasta que un día, y en cámara lenta, sus piernas se flexionaron y la dejaron tendida, como una marioneta, sobre el piso del comedor. Nos asustamos esa vez. Luego siguieron otras. Finalmente tuve que aceptar que Lucía no podía caminar más. Entonces teníamos la persiana levantada al máximo para que los rayos del sol bañen todo el dormitorio. Nuestro departamento miraba al oeste, así que podíamos aprovecharlos bien.
Esa última semana fue un calvario. Dejó de comer el martes. Simplemente rumiaba por ratos largos, como en un simulacro, y mi hija tenía que hurgarle la boca para que no se ahogara con los vestigios de comida.
El jueves tuvo un buen semblante. Después de mucho tiempo me reconoció entre los muertos que nombraba constantemente. Tal vez pudo saber que ese viejo de 85 años que vivía con ella era el mismo que, en sus años de juventud, la llevaba en bicicleta a dar vueltas por la ciudad; el mismo que había trabajado con ella para criar cuatro hijos mientras la vida se les iba pasando. Pero ella casi no hablaba. A veces tenía el impulso de abrir su boca y hacer una mueca minúscula, aunque no emitía sonido, como si solo jugara a hablar; otras, la mueca daba lugar a suaves gemidos y murmullos apenas perceptibles que me recordaban lo triste del silencio, ahora que su risa y sus charlas interminables sobre cualquier cosa ya no se podían oír.
Cuando vino mi hija, ese mismo jueves, intentamos sacarla al balcón. Era septiembre y los días cada vez eran más largos, y el sol ya calentaba. Fue una empresa inútil que solo nos generó frustración. A mí me partió al medio. Mi Lucía era un despojo de humanidad que solo tenía impulsos que se desvanecían antes de ser una palabra, un paso, una caricia, una acción.
El viernes amaneció entre un fresco viento del sur y una tenue bruma. A través de la ventana pude ver cómo, allá abajo del departamento, se empezaba a reunir la gente. Volví mi vista hacia Lucía, que estaba con su mirada fija y perdida, en su mundo lejano, y me tranquilicé: el ruido no la molestaba.
Cerca de las nueve llegó mi hija. Apoyó su cartera en la mesa, mientras se metía en el dormitorio para cambiarse de ropa; era la hora del baño y tenía que asearla para luego darle el desayuno. Hacía tres días que mi esposa no comía, y aunque el médico insistía en que lo líquido era suficiente, yo me amargaba al ver cómo Lucía se iba apagando.
A las once, después de cambiarla, mi hija dejó recostada a su madre y se acercó a besarla, como lo hacía todos los días. Entonces sucedió:

-¿vos estás bien?
Fue una frase corta que emanaba como un hilo frágil de vida. Mi hija y yo nos miramos, estupefactos, a punto de llorar. Ella le respondió a su madre que estaba bien, que se quedara tranquila.
Cuando salimos al pasillo Marta estaba desarmada; levantó su cabeza para sonreírme.

-vos también la escuchaste ¿no?
Parecía un milagro, después de tanto tiempo, y mi hija no contenía las lágrimas, mientras intentaba, sin remedio, ahogar los espasmos del llanto.
Atiné a abrazarla y a agradecer ese momento de lucidez de esa mujercita arropada en la cama y en su mundo. Me despedí de Marta y me sentí confiado.
Regresé al dormitorio. Al acercarme a Lucía noté que sus ojos, como hacía mucho tiempo no pasaba, estaban puestos en mí.

-¿vos estás bien?
Le dije que sí como un niño asustado, feliz de ser de nuevo visible para ella. Quise correr y abrazarla, pero en cambio me quedé paralizado, mirando como ella movía su cabeza observando las cosas que la rodeaban: el palo de lluvia, la ventana siempre abierta, la mesita de arrime que ella pintó alguna vez, la puerta del armario.

-Esperame un ratito Lucía, voy a tomar mis remedios.
Ella me dijo que sí, que iba a esperarme. Cuando regresé al dormitorio su corazón ya no latía.
De pronto, un estruendo que venía de afuera me asustó. Me acordé de la manifestación de la mañana. Me asomé por la ventana y vi la calle repleta de gente coreando algo que no entendía, mientras se escuchaban bombos y bocinazos.
Grité a los que estaban abajo para que se callaran, que respetaran el silencio que de a poco se ganaba los espacios de mi casa. Como no me escucharon, empecé a insultarlos con todas mis fuerzas, sintiendo el dolor en la garganta, mientras el ardor en el estómago se agravaba. Miré a mi esposa que ya no despertaba. Cerré la ventana para que esos insensibles no pudieran molestarla, y me enterré en su pecho a llorar.

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