CUANDO ESCAMPE

La primera vez fue en el colectivo.
Él estaba sentado en los primeros asientos, esos que están al revés y miran hacia el fondo. Era muy temprano y el sol apenas bañaba las ventanas con tibieza. Calculando su edad no debía tener más de 25 años. Era demasiado joven para ella, pero él la observaba desde la otra punta del colectivo. Iba en uno de esos asientos enfrentados, y era obvio que él debía mirar para algún lado.
Cecilia solo pudo voltear a verlo dos veces. La primera, cuando se sintió observada. La segunda vez, cuando el muchacho no la veía. Entonces ahí logró repasar el perfil que se recortaba sobre la ventanilla. Descubrió un rostro familiar que no recordaba dónde había visto. Tenía un arito pequeño que brillaba en su oreja derecha… y unos labios rosados, un poco apretados. Subió por las mejillas pálidas y divisó un destello suave de tono almendrado que miraba por la ventana.
Tuvo un recuerdo de su adolescencia, y otro de su juventud, como una imagen que ya no la tocaba, pero algo en ese momento le hizo sentir el dolor de la adrenalina en su cuerpo, con suavidad, como un roce de deseo. Esquivó la mirada de él, sintiéndose atrapada, y durante el resto del viaje no apartó los ojos del pasillo, inmutada, mostrando un aire deshumanizado, como una autómata sentada en uno de los asientos de atrás.
Los días siguientes no tuvieron nada de especiales. De vez en cuando recordaba la insolencia del muchacho que la había puesto nerviosa, y se descubría imaginándose escenas con él, a solas, besando el lóbulo de la oreja que llevaba el arito, acariciando el perfil que logró retener en su memoria, para terminar dando pequeños mordiscos a esos labios apretados. Entonces se amonestaba, castigándose con palabras humillantes, y corría al baño, a buscar una hojita de Gillette, y comenzaba su ritual de sangre y dolor, hasta el éxtasis. Luego se bañaba y se acomodaba en su cama, junto a su gata.
Así pasaron varias semanas. Los rituales habían comenzado a ser más seguidos y ella había comenzado a usar remeras y blusas con un saquito arriba, y cancanes oscuros en sus piernas, a pesar del calor que poco a poco se apoderaba de setiembre.
El segundo encuentro fue más cercano. Resultó una suerte de juego del destino, o simple casualidad, pero su cuerpo volvió a erizarse en el pasillo del hospital al que llegó para su turno con su psiquiatra. De vez en cuando se juraba abandonar el tratamiento, pero retornaba a las semanas, vencida por la realidad que dolía tanto. Había sido una hija ejemplar, una esposa obediente durante diez años, hasta el día que, sin poder decirle que no a su madre, esta la obligó y la llevó, a escondidas, a seguir a su marido a una casa donde lo esperaban 2 nenes y una mujer joven que lo recibió con un beso en la boca. Desde ese momento todo comenzó a doler: sus días eran pesadillas que empezaban a las 6 y media de la mañana y terminaban a las diez de la noche. Otras veces la pesadilla se extendía por la madrugada y ella solo podía llorar y hacer el ritual, que la satisfacía y la calmaba. Había logrado escaparse y vivir sola, y a pesar de tener 34 años, había mucho dolor que la aplastaba.
Cuando volvió a verlo lo reconoció por el aro de la oreja. El chico la estaba mirando. Consciente del juego pecaminoso de su cabeza, Cecilia se sonrojó y pudo sentir cómo sus pezones se ponían duros debajo de su blusa. La respiración entrecortada y la emoción de volver a encontrarse visible para esos ojos hizo que se mareara un poco. Era él, el autor de todos sus pensamientos sucios. Por él había tocado otra vez su pubis, mientras se imaginaba la lengua erguida del muchacho dándole placer. Por él también había corrido al baño a amonestarse, para sentir el dolor, casi como un orgasmo, mientras la sangre brotaba de sus muslos.
En esa mañana la doctora quería una interconsulta con su psicólogo. Ella había tenido una recaída cuando estaba a punto de recibir el alta y no quería que le aumentaran la dosis de los antidepresivos. Por eso verlo ahí también le dio vergüenza y pensó qué haría él si se enteraba de la vida tan de mierda que ella tenía, y de lo enferma que era. Tal vez entonces dejaría de verla con ese destello pacífico y comenzaría a sentir lástima o asco, o ambas cosas.
-Hola- le dijo.
Ella no pudo responder al saludo, su cara hervía, y podía sentir las gotas de transpiración en su espalda. Tenía puesto el saco para tapar las horribles cicatrices y le daba miedo tener que mostrarse al mundo. Porque si eso sucedía, tendría que aceptar su monstruosidad frente a él. Además de cornuda, y buena para nada, era una mujer que se auto mutilaba. Nadie iba a poder entender la liberación que le producía eso, mientras su sangre ensuciaba el piso del baño, o la bañera. Era como un beso de dopamina sobre lo que le dolía tanto, lo que no podía controlar.
Cuando salió del baño él ya no estaba. Sintió un poco de tranquilidad. Su secreto estaba a salvo. Se sentó frente al consultorio y esperó a que la llamaran.
Los meses que siguieron fueron un volver a cero. Tenía sesiones dos veces a la semana, y un encuentro todos los miércoles en el departamento de psiquiatría. No estaba segura qué era lo que imaginaba y lo que vivía. Quería lesionarse de manera compulsiva, así que su hermana la acompañaba. Su hermana la ayudaba con la casa y la cuidaba durante el día. A la noche se iba y venía a quedarse una amiga. Cuando estaba en crisis la amiga de Cecilia le preparaba un baño y la llevaba a la bañera, le ponía música suave y le lavaba el cabello en un acto de amor. Su amiga era una hermana más. Le contaba sobre la vida cotidiana y siempre la traía de ese mundo frío al que su cabeza la empujaba.
No volvió a pensar en el muchacho, pero tampoco le contó a nadie, porque la ponía nerviosa, y además no se sentía una mujer para eso.
Con mucho cuidado y trabajo de los profesionales Cecilia se fue acomodando a su vida nuevamente, solo entonces volvió a atreverse a pensar en él. La ansiedad había disminuido pero el deseo estaba ahí, un poco menos violento. Sin embargo ella no se sentía merecedora de pensar en un hombre.
Con el temor de una nueva recaída su hermana y su amiga la seguían cuidando alternadamente. Una mañana mientras desayunaban, su hermana abrió un cerrojo oxidado con un recuerdo de su infancia.
Cecilia comenzó a llorar como un niño, con espasmos profundos. Era algo que le había heho su madre, y ella lo había enterrado.

La tercera vez sucedió de manera repentina, al punto que ni ella ni el muchacho pudieron ocultar la sorpresa. Era otoño. Había pasado poco más de un año. Él estaba ya en el ascensor cuando Cecilia subió apurada porque tenía sesión a las cinco y estaba llegando tarde. Las cicatrices eran apenas perceptibles, y a pesar de que los días de ese otoño seguían siendo calurosos, ella prefería guardarlas debajo del saquito habitual. Tal vez ese fue un punto para que él la reconociera, ya que vestía similar a la última vez, cuando había sentido el efecto fisiológico de su deseo. Pero ahora no llevaba puesto cancanes. Esta vez la situación era bastante diferente. Había pasado mucho por su vida.
-Hola- dijo ella.
El muchacho estaba apoyado en la baranda del ascensor. Cuando Cecilia subió pudo sentir el dejo de sándalo hindú del perfume que él traía. También pudo reparar en las manos pálidas de dedos largos y percibió la respiración agitada que él intentaba disimular. Cuando lo saludó, el espejo que estaba detrás de él le devolvió la imagen de ese hombre alto, de su cuello, desafiando la cautela que ella mostraba. Miró todo lo que pudo con cierta relajación.
-Hola, me llamo Alejandro.
La voz sonó envolvente. Cercana, pudo comprobar que ese chico estaba un poco envejecido. Pero todavía era joven para ella, o quizás no. Cecilia agitó la cabeza para sacar pensamientos que la alteraban, esos pensamientos donde se permitía imaginarse con alguien como él. Pero ya no se sentía un monstruo, aunque la seguridad aún estaba socavada por lapsus donde retornaba al momento que había tapado con humillaciones y autolesiones. Todavía su seguridad no era inquebrantable.
Alejando la miraba: miraba su boca, y sus ojos, y su escote y sus ojos otra vez. La ponía nerviosa, y deseada, y se preguntaba qué pensaría ese muchacho si supiera que una vez imaginó su lengua en su vagina, comiendo su pubis desesperado como si fuese un durazno jugoso. Volvió a sentir sus pezones que, al erizarse, rozaban la blusa y dolían un poco. Pero ya no quería correr desesperada a lastimarse. Ahora deseaba lo que era deseable para la mayoría de la gente, lo común, lo que llamaban normal.
Bajaron en el mismo piso y sonrieron. Para ella era una coincidencia. Para él, la coincidencia era volver a encontrarla, por fin, después de tanto tiempo, en lo del psicólogo.
Alejando había empezado las sesiones cuando su hermano decidió matarse. Se sentía culpable por no haber estado en el momento. Se sentía responsable de la carga que pudo haber llevado su hermano el día del suicidio, y necesitaba trabajar en el duelo con apoyo de un profesional. La primera vez que vio a Cecilia, ella estaba con su mirada lejana, tirada en el pasillo, afuera del baño y tenía una herida abierta, como una raspadura profunda en su muslo, sus cancanes estaban rasgados, su ropa tenía manchas de sangre, y en su mano el reflejo del acero le dio la pista de que eso era serio. Alejandro, asustado salió a pedir ayuda y mientras dos enfermeros la ponían en una silla de ruedas, él escucho cuando estos hablaban a cerca de la mujer. Supo, por el murmullo inquisidor de los enfermeros, que no era la primera vez y no buscaba matarse, sino lastimarse como una forma de liberación. Durante las semanas siguientes la imagen de la mujer tirada en el piso lo acompañaba a todas partes. Tal vez sintió que su hermano había estado envuelto en un mundo gris igual que el de ella. Nunca se atrevió a cuestionarlo, en cambio hubo un sentimiento de misericordia y ternura. El psicólogo le comentó que podía deberse a su personalidad empática. Había hablado de ella con el psicólogo, pero no se atrevió a decirle que le gustaba un poco. Pensaba que podía sonar perverso. Se lo guardó hasta el día que la volvió a ver en el colectivo. La mujer sentada como en un trono urbano parecía lejana e inalcanzable. Iba sentada en la fila de los últimos asientos, más precisamente, en el asiento del medio. Los rayos que asomaban por las ventanillas la dibujaban como una aparición sagrada. Tuvo un momento fantasioso de acercarse a ella y preguntarle cómo estaba, contarle que él la conocía que la había visto antes. Pero todavía no estaba preparado para eso y no estaba seguro de si ella no se iba a sentir mal por recordar el suceso. Pudo ver en el reflejo de la ventanilla cómo ella recorría su cara, pero solo hubo un momento donde sus ojos se encontraron con los suyos. Y durante el resto del viaje él siguió observándola, como si fuera un feligrés adorando a una virgen que está lo lejos, con ganas de acariciar esos labios redondos y rojizos, besar los párpados que escondían una luz que parecía apagada en ese tiempo y decirle que todo iba a estar bien. Tal vez su forma de ser, y sus necesidad de complacer hablaban más que el sentimiento real que podía tener por ella. O quizás su hermano muerto le estaba pesando demasiado y él se aferraba a esa mujer que había visto coincidentemente, como un símbolo de vida mas allá del duelo. Su hermano había comenzado a ser una carga pesada para él, por eso concurría también al psiquiatra. Aún no se medicaba, y trataba de seguir el ritmo de la vida. Un día la volvió a ver. El saco y los cancanes en ese día caluroso le daban la pauta de que ella seguía hiriéndose. Tuvo muchas ganas de abrazarla, acariciarle el pelo y decirle que huyera con él, que él quería cuidarla, pero él tampoco podía ir muy lejos, por eso solo pudo saludarla. Los pezones de Cecilia se notaban como un relieve en la blusa. Alejandro se sintió más perverso al imaginarse acariciando ese cuerpo, volviéndolo a la vida, besando los pezones de esa mujer que le gustaba de una manera peculiar. Una mujer que nunca había tocado, pero que deseaba.
Cuando ella dio la vuelta en dirección al baño sintió miedo de que volviera a pasar lo mismo. La siguió, pero justo lo llamaron a la consulta. Adentro del consultorio volvió a su realidad: La psiquiatra y el psicólogo le plantearon la posibilidad de que se despeje, que retome sus actividades, que conecte con los recuerdos de su hermano, y que se dé el tiempo para cicatrizar. Le ofrecieron pastillas que él prefirió negar, pero aceptó un día más de sesión para poder expandir su dolor y borrarlo de a poco.
Después de eso, paso un año. Alejandro tampoco recordaba a Cecilia, Mejor dicho, no la recordaba con la ansiedad que había desarrollado en esos tiempos. Pero recordaba a esa mujer como una pequeña luz en ese intervalo gris.
Cuando se abrió el ascensor pudo ver una versión diferente, más iluminada, de esa Cecilia. Fue fascinante volver a verla. Él, con la piel un poco curtida por el reflejo del sol en el Salar de Bolivia, parecía que había envejecido, pero en realidad, sucedía que Alejandro había viajado con las cenizas de su hermano para soltarlo al viento en el lugar donde ese chico había sido feliz, y hacía menos de una semana que había vuelto. El psicólogo lo esperaba para su sesión de las seis, pero él llegó casi una hora antes. Luego de dejar el auto en el estacionamiento, tomó el ascensor hasta el cuarto piso. Cuando vio a Cecilia, no pudo hacer otra cosa más que sonreír después de la sorpresa. Estaba hermosa. Decidió que era el momento de acercarse y se presentó.
Era la primera vez que parecía que la tormenta se había ido de sus cabezas.

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