EL REENCUENTRO


-Vamos a tomar algo y hablamos.
Esas fueron las palabras que usó Miguel en ese momento. No estaba seguro de lo que podía pasar, pero ya había soltado la frase. Hacía bastante tiempo que venía esquivando el momento; quince años para ser exacto. Durante ese tiempo, tanto Miguel como Alfredo siguieron sus vidas. El primero se había mudado a otra provincia y había puesto un local de repuestos de autos que le daba un poco de solvencia económica. Alfredo, en cambio, tardó un poco más en despegarse de la situación que los distanció. De a poco tomó envión y retomó su vida, dando clases en la misma escuela de siempre.

A las nueve de la noche se abrieron las puertas del salón. El lugar era un espacio ameno, con grandes arañas colgando del techo y unas cortinas blanquecinas que llegaban al piso tapando los grandes ventanales. Atrás, un amplio estacionamiento cercado, y en el frente, un hermoso jardín que mostraba los primeros brotes de la primavera. Era una noche fresca del mes de setiembre. Se estaban celebrando las bodas de plata de la promoción 94 del Instituto.
Cuando Alfredo los volvió a ver, Miguel se encontraba apoyado en la barra hablando con Laura y otras mujeres que él no podía distinguir a esa distancia. Laura no había cambiado; su cabello largo, recogido en una trenza, le daba un aire nostálgico, y fue como volver a verla apoyada en la columna que estaba frente al aula, sonriendo y poniendo caras graciosas.
Laura hablaba de sus hijos, y contaba entre risas y muecas de seudo-fastidio, cómo tenía que lidiar con una adolescente de 14 que le quitaba el sueño. Miguel tampoco había cambiado tanto; solo tenía un poco más de canas, pero mantenía la fisonomía robusta de siempre, ahora con una barba cuidadosamente rebajada.
Alfredo no tardó en reconocerlos y pudo ver cómo Miguel lo observaba fijamente por encima del hombro de Laura; entonces entendió que era momento de acercarse. Era la noche del reencuentro, y estaba seguro de que nadie sospechaba que ellos tres ya no se hablaban.
Dio unos pasos tímidos, saludando de vez en cuando a algún compañero que le extendía la mano, o lo abrazaba. Había pasado bastante tiempo, y más de uno estaba irreconocible. Pero no Miguel: él mantenía esa suave elegancia de las personas que de alguna manera son seguras. No era vanidad ni soberbia; simplemente era un aire de orgullo que Alfredo siempre supo admirar.

Miguel había arrivado a Córdoba por la mañana; el viaje en micro había demorado más de lo planeado, pero logró descansar un poco en el hotel. No visitaba la ciudad desde que decidió comenzar de cero en un pueblo al sur de La Pampa. Su madre había muerto unos años antes de su mudanza, y ya nada lo ataba a la ciudad. En años, nadie supo de su vida. Sólo Laura era su contacto con el mundo que había dejado atrás.
A pesar de haber pasado momentos críticos, Miguel mantenía un aire afable. El problema que pudo haber sufrido por causa de su ex amigo fue contenido y sanado en parte por Laura. Esa triste escena venía por momentos a invadirlo, y lo encontraba todavía vulnerable al recuerdo. Era el disparador del rencor hacia Alfredo, un proceso congelado que estaba emergiendo en esa noche, entre el miedo, el afecto que todavía le tenía, y la decepción que le produjo. Pero Laura lo sabía, porque todo había ocurrido en su casamiento, y nunca pudo entender a sus amigos. Entonces tomó partidos y eligió a Miguel, tal vez por saberlo más solitario y más sincero, y a partir de ese momento, la imagen que tenía de Alfredo se tornó oscura por lo sucedido.
La fiesta se desarrollaba en paz, totalmente trivial y entusiasta, ajena a la tensión que crecía entre los dos hombres. Muchos de los invitados habían viajado de otras ciudades, y hasta hubo una mujer que había llegado de Uruguay para el reencuentro.
Miguel y Laura habían llegado temprano. Hubo cierta confusión verlos juntos, pero todo fue aclarandose de a poco. Cuando llegó Alfredo, pasaban más de las once y estaban casi todos los invitados. Miguel pudo verlo a lo lejos y respiró hondo; su ex amigo estaba envejeciendo con cierta gracia, pero no parecía el mismo. La última vez que cruzaron palabra, Alfredo lo tenía de la solapa, con un rostro desencajado y furioso, como si quisiera matarlo. Por eso, al verlo así, el matoncito de aquellos tiempos había desaparecido.
Laura, que estaba hablando, notó cómo su amigo palidecía, y mientras Alfredo se acercaba, ella volteó su cabeza y le clavó la mirada. El rencor no se había ido, y ella no iba a permitir que les hiciera daño otra vez. Caminó hacía su ex amigo haciendo una mueca de desagrado, pero Miguel la siguió y le tomó la mano para detenerla. Él no quería escándalos, menos en un lugar como ese.
Alfredo llegó y extendió la mano sin dejar de mirar a Miguel. La furia había desaparecido; en cambio había cierta vergüenza asomando como una bandera blanca. Alfredo había luchado con varios demonios internos; había girado sin rumbo en su laberinto mental de prejuicios, y la salida más fácil fue hacer trampa, tapando todo, enterrando los miedos y la ansiedad. Pero al sacar esa bandera blanca todos los recuerdos entraron de lleno, colapsando sus ojos de lágrimas contenidas al borde que Miguel no pasó por alto, y se preguntó entonces qué había pasado con el matón de hace años; qué le había quitado la vida en ese lapso de tiempo.
El hombre robusto decidió extender su mano para corresponder al saludo, y sin querer sonrió.

El resto de la noche tuvo la normalidad de toda fiesta de reencuentro de estudiantes. Hubo algunos borrachos; otros intercambiaron redes sociales y teléfonos para reencontrarse más adelante. No faltaron las miradas juiciosas a algunos que, lejos de seguir siendo las promesas del curso, ahora simplemente sobrevivían a la rutina del sistema de la vida adulta.

A las 4 de la madrugada Laura se preparó para volver a su casa. Le preguntó a Miguel si quería que lo llevara. El hotel le quedaba de paso y en el camino podían hablar de cómo ellos se habían sentido durante la noche. Pero Miguel le dijo que no ( él ya había abierto una puerta cerrada hace quince años).
Alfredo no se había movido de su silla en toda la noche. Tampoco había bebido. De vez en cuando interactuaba con alguno de su mesa, pero nada más. Cuando miró su reloj, eran las cuatro y media. Se tocó el bolsillo, estirando sus largas piernas, y se paró en dirección a la puerta que llevaba al estacionamiento. El salón estaba envuelto en serpentinas y globos; la música, un poco alta tal vez, sonaba acompañada por el juego de luces que devolvía imágenes recortadas entre los flashes. Cuando salió, el aire fresco le golpeó los ojos y se le llenaron de lágrimas. Era la segunda vez en la noche.
Mientras saboreaba su cigarrillo Alfredo repasaba el tiempo pasado, cuando era un poco idiota y solo sabía reaccionar con bronca y a golpes. Pero esa vez la bronca había sido por él, por ser descubierto por su ex amigo, y no saber cómo corresponder a eso. Entonces su elección fue humillar a Miguel, y hubiera sido peor si Laura no hubiera actuado. Durante esos quince años se siguió castigando, tratando de vivir y esperando la oportunidad para reencontrarlo. Y en ese momento le diría todo, asumiría su cobardía. Pero no estaba seguro de cómo se medía el tiempo en relación al perdón, por lo que no sabía si ya era demasiado tarde.
Miguel también caminó al estacionamiento y pudo divisar a Alfredo entre los autos. Por primera vez no se sentía seguro, pero una contratación desde el pecho le empujó el nombre a la garganta.

– Alfredo!- gritó, y en ese momento cerró los ojos, arrepentido a medias del impulso que lo llevó a llamarlo.
El otro hombre se dio vuelta con el cigarrillo en la mano y sonrió tímidamente. Por primera vez, el semblante afable de Miguel se tornó serio, rígido, ansioso. Sin embargo sus pies comenzaron a moverse entre los autos cercanos a la puerta del salón.
– Vamos a tomar algo y hablamos.
Miguel volvió a sentirse inseguro, pero ya había dicho la frase y la suerte estaba echada.
Alfredo tiró el cigarrillo y lo pisó brevemente. Luego comenzó a acercarse. Estaban a menos de un metro, y Miguel pudo notar cómo la respiración de Alfredo era entrecortada, y en el verde de sus ojos las pupilas dilatadas habían borrado la vergüenza. Eran más de las cinco y la música ya había dejado de sonar en el salón.

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